El dolor de garganta




Hay personas que no saben si viven su vida, o si sus días son vividos, sin más, como si se tratase de una película automática sobre la que uno debe posar sus pies, y dejarse llevar por la maquinaria. Así se sentía Archiduquesa en aquel tiempo en el que cada amanecer era igual que el anterior, escaso de brío, del color que un día tuvo, de la pasión que aún mantenían sus cuadros, aquellos que enseñaba a pintar a otros, con tanta dedicación. 

Todo cambió el día que llegó a su taller una joven argentina llamada Sol. Era pequeña y rechoncha, con sus mejillas sonrosadas, con una sonrisa impregnada, casi como parte de su propio paisaje. Cuando alguien gastaba una broma, ella reía estrepitosa y contagiosamente. Sol miraba a Archiduquesa de reojo, como si le faltara un hálito de atrevimiento para decir algo más que las palabras que se utilizan para preguntar, o para pedir ayuda al maestro; y con la mirada decía todas aquellas cosas que su boca callaba. 

A las pocas semanas de comenzar las clases, empezó a sentir la garganta irritada, y a acarrear una fastidiosa tos que, justamente, se incentivaba cuando entraba en el taller, de modo que tuvo que dejar de acudir cada jueves, para no molestar al grupo. Como pasaban los días y la joven no daba señales de vida, Archiduquesa la llamó para interesarse por su salud; la había visto muy afectada en la última ocasión. “Lo que me pasa realmente, si le soy sincera, es que yo la amo”. La respuesta produjo un silencio en la línea telefónica; tanto se alargó la espera, que Sol, muerta de vergüenza, colgó el aparato esperando que aquel arranque de valentía hubiese sido una pesadilla de la que despertarse con un pellizco en la piel. Pero la realidad se tornaba cada vez más densa, y entre los pensamientos que se agolpaban por llegar a su cabeza, el que más intensidad tomaba era el del arrepentimiento. A los pocos minutos sonó el teléfono. “¿Por qué me has colgado?”, Archiduquesa, con su serenidad habitual, aparentemente impertérrita por la declaración de su alumna, continuó hablando: “¿puedo ir a verte a tu casa?”. 

Y así fue como comenzó el idilio entre Archiduquesa y Sol, una pareja de aquellas que surgen entre las muchas que pueblan la multitud. Nada de especial hubiera tenido, de no ser porque cada una de las relaciones que entre la humanidad se unen, guardan la suprema especialidad de convertirse en únicas para quienes las practican. 

La garganta de Sol se curó a las pocas horas, como si las palabras de amor hubiesen ejercido de antibiótico exquisito con el que descargar la presión. 

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